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¡“Vístete” me ordenó con tono perentorio y sin dignarme de una mirada! “Vístete, porque tengo que desnudarte yo” continuó con sarcasmo. Con miedo, cogí una a una mis prendas de vestir que había apoyado en un sofá y me volví a vestir, mirándolo de reojo y temiendo su ira incontrolada.
Me preocupaba que alguno de sus familiares oyera sus palabras; me daba vergüenza, ¡vergüenza a mí que había llevado a cabo tantas batallas por la libertad de las mujeres!
Pero esta vez este sentimiento estaba mezclado con el miedo a su presencia inquietante, miedo de un amor que había desestabilizado mi seguridad y que podía incluso matar, miedo de un amor sin libertad.